martes, 15 de febrero de 2011

EL AMOR POR EL PUEBLO

Un llamado telefónico me llevó a escribir estas pequeñas, pero muy profundas, líneas. Profundas para mí. Y quizá sólo para mí. Pero me es suficiente.
El reloj marcba las 14.35 de un día caluroso de febrero en Neuquén -hora de siesta en el pueblo que me vio nacer-, cuando decidí comunicarme con mi sobrina, que desde hace dos meses está de vacaciones bajo los brazos de su abuela, mi mamá. Tras unos segundos de espera, la dulce y tierna voz de ella atendió: -“Holaaa”-, dijo. -Hola preciosa, mi amor, cómo estás-, le respondí con pregunta incluida. La charla duró unos minutos. Los suficientes para darme cuenta que la felicidad se había apoderado de su cuerpo; se sentía libre. Y no es para menos, si la vida en un pueblo como Fortín Olavarría, con tan solo 1.200 habitantes y una extensión de 8 cuadras por 8, es impagable para un niño.
El llamado me trajo nostalgia. Pero también alegría. Mi sobrina siente lo que mi cuerpo sintió hace 20 años, cuando la libertad me manejada la vida; decidía cuándo levantarme y cuándo acostarme. Horas enteras en la calle, corridas con amigos hasta que el sol ya descansaba. Juegos nocturnos con padres despreocupados. Tranquilidad total. Felicidad pura.
-Disfrutá los últimos días antes de regresar a La Plata, agus-, le dije cuando nos despedíamos. -Tío, me encanta venir a Fortín, me gusta quedarme acá-, me contestó. Cómo no entenderla, si hasta mí me dan ganas de retroceder el tiempo para sentir lo que hoy está impregnado en su cuerpo. Si aún permanece en el mío desde hace más de dos décadas. Y lo estará por siempre.

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